Hacer visibles las estrellas (microrrelato masónico)

Hacía calor. El curso había terminado, pero había asuntos que ir arreglando antes de que llegara septiembre y volvieran a empezar las tenidas. El Venerable saliente y el entrante estaban sentados en un par de sillas en el Oriente. Quien abandonaba el cargo relataba y quien lo asumía iba anotando.

 

– Hay que comprar mandiles blancos, ya casi no quedan.

– De acuerdo… ¿Cómo está el Tesoro?

– No muy mal, teniendo en cuenta las circunstancias…

– Sí… Es importante que el nuevo Hospitalario mantenga y mejore en la medida de lo posible los actos de alivio a los desfavorecidos… ¿Tu experiencia de colaboración con otras logias ha sido bueno en este asunto?

– La verdad es que sí, los problemas no han sido de mayor importancia y se han ido… ¿Qué es ese ruido?

 

Salieron a la calle. Ninguno de los dos podía dar crédito a lo que estaban viendo: un vehículo blindado se había situado en medio de la plaza. Justo en ese momento comenzaba a abrir fuego contra el ayuntamiento.

 

Antes de que pudieran reaccionar, un grupo de hombres armados con fusiles y vestidos con camisas de color azul oscuro apareció por la esquina. Vieron con creciente alarma cómo se detenían por un momento, les señalaban y acto seguido comenzaban a andar decidida y sombríamente en su dirección.

 

Se miraron largamente, inquietos.

 

– Habrá algún problema más con la instalación, me temo… – dijo el Venerable entrante.

 

El saliente le miró en silencio en ese caluroso julio de 1936. Cuando el grupo de hombres con camisas azules estaba a punto de llegar donde se encontraban, dijo finalmente:

 

– No te preocupes. Haremos el encendido de las luces… tarde o temprano.

 

(A casi 80 años tras la masacre de miles de personas libres y de buenas costumbres que solo querían ser mejores personas, ayudar a construir un mejor país y un mundo mejor, dedicado a todos ellos, a sus familias, a sus amigos, y a todos los que tratan de seguir aún hoy su bello ejemplo)

Pasos perdidos (microrrelato masónico)

El batallón avanzaba sobre el blanco manto de nieve que cubría el patio. Los jóvenes rusos, horrorizados, iban recorriendo los barracones y fosas. Habían visto todo tipo de truculencias, algunas de ellas de sus propios compañeros de armas, pero nada como aquello. Uno de ellos no pudo más y vomitó el escaso desayuno de esa mañana. Otro iba gimoteando. Otro miraba sin mirar, con el peligro que ello suponía de no percatarse de la presencia de algún enemigo rezagado.

Entraban en un barracón, cuando de repente oyeron voces. Dimitri, cuya abuela era francesa, reconoció el acento e hizo un gesto para que guardaran silencio. Silencio al otro lado de la puerta. Una frase. Silencio. Otra frase. Silencio. Otra frase. Dimitri se quedó de una pieza, y acto seguido, cubriéndose la cara con las manos, lloró con la fuerza con la que se llora a una madre.

Sus compañeros echaron la puerta abajo. Allí, blancos como la nieve que acababan de pisar y cadavéricos, cuatro individuos con una especie de raído delantal, uno de ellos con un palo en la mano, sostenían en sus manos unas cáscaras de algún tipo de fruta, aceitosa y humeante. El olor era espantoso.

Dimitri lloraba y lloraba. Los señalaba mientras traducía entre sollozos que apenas le dejaban expresarse:

– … Alegría… en los corazones… que el Amor… hombres… Paz…  Tierra…

Monumento a la Logia "Liberté chérie" en el campo de concentración de Esterwegen
Monumento a la Logia «Liberté chérie» en el campo de concentración de Esterwegen

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(Con el máximo respeto, para todos aquellos que han sufrido por sí y por los demás)